La Fiesta de Guatemala
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La Fiesta de Guatemala
Autor: Fernando Barillas Santa Cruz
Guatemala es un país de permanentes contradicciones. Una nación rica donde la mayoría vive en condiciones de pobreza; cuna de un Premio Nobel de Literatura en un país donde aún predominan elevados índices de analfabetismo; cuna de una Premio Nobel de la Paz en un país altamente polarizado, racista y excluyente... El listado de contradicciones puede extenderse a distintos ámbitos. Sin embargo, existe una en particular que se legitima y fortalece cada año, y que enaltece la fe y la idiosincrasia de las y los guatemaltecos a pesar, incluso, de las tantas discordancias estructurales que caracterizan a nuestra sociedad.
Cuando nos referimos a una fiesta, inmediatamente se nos viene a la mente alegría, música, comida, diversión, regocijo; una reunión con mucha gente, todos celebrando alrededor de una fecha, una persona o un acontecimiento. Entonces, pareciera absurdo, erróneo, calificar a la Semana Santa de Guatemala como una fiesta, pues a primera vista evidentemente no es una celebración sino una conmemoración, donde se recuerda el martirologio de Cristo, allá en el Gólgota.
Los colores de la época llaman al luto y la penitencia; no hay música estridente sino marchas fúnebres; no existen grandes banquetes, sino pescado y curtido en señal de abstinencia. No hay diversión, sino reflexión y recogimiento espiritual.
No obstante, a estas alturas del siglo XXI la Semana Santa se ha convertido en una tabla de salvación para la transculturizada identidad guatemalteca, y aunque sus devotos han ido inyectándole elementos, prácticas y estilos propios de la vida globalizada actual, sigue conservando aún mucho de lo propio y tradicional del chapín.
Refirámonos a las evidencias. Salvo algunas excepciones, tanto cucuruchos como expectadores presencian y acompañan los cortejos de la ciudad capital –y algunos de La Antigua Guatemala- más con alegría que con actitud penitencial. El entorno, con ventas callejeras que ofrecen diversidad de alimentos, juguetes y productos, se asemeja a una feria patronal y, a veces, el jolgorio de la multitud es tal, que sólo llega a silenciarse con la fuerza de los instrumentos de viento y percusión de las bandas de músicos.
El morado penitente se mantiene, pero no escapa a la vista el afán de los cucuruchos de “tacuche” por lucir las mejores prendas, corbatas y mancuernillas, cual si fueran a la boda del año. Innegable es también el uso de la tecnología, a decir, la multiplicación de fotógrafos aficionados y la utilización de teléfonos móviles para documentar el paso de las procesiones, pese a las reiteradas prohibiciones y llamamientos de las asociaciones de Pasión.
Estos y otros factores no necesariamente denotan que esté muriendo la naturaleza religiosa de la tradición. Pero lo que sí evidencia es que para los guatemaltecos la Semana Santa se ha constituido en una fiesta, su fiesta. La estricta disciplina religiosa está hoy más en manos de las hermandades que en las de los cucuruchos, en tanto que estos últimos parecen disfrutar con más alegría la práctica de su tradición. No necesariamente han hecho la fe a un lado, pero evidentemente la Semana Santa la viven como una festividad, que esperan con ansias durante todo el año.
Visto como un fenómeno social, es muy importante que los elementos característicos y vitales de la Semana Santa de Guatemala se mantengan fuertes. Por ejemplo, la elaboración de alfombras, huertos y altares respetando la línea altarera tradicional de mediados del siglo pasado se mantiene y se fomenta; la interpretación de marchas fúnebres y el gusto por las mismas se incrementa, incluso por encima de la afición por la marimba. Las filas de inscripciones de devotos y las que se forman para acompañar los cortejos aumentan masivamente cada año.
Y es ahí, en las filas de cucuruchos, donde las contradicciones que nos caracterizan como país parecen superarse; incluso tolerarse. Aún desfila el letrado atrás del iletrado, el rico atrás del pobre, el indígena atrás del ladino e, incluso, el heterosexual delante del homosexual, detalle último que se hace notar con más fuerza hoy en los cortejos, a pesar de la postura contraria de la propia Iglesia en torno a ese tema.
Por ello es importante que la Semana Santa sea Patrimonio Cultural de la Nación, porque sigue construyendo coincidencias más que diferencias, porque es capaz de adaptarse a los nuevos tiempos y a las condiciones sociales y económicas que enfrenta el país, aun de las circunstancias y los dogmas. Porque nos hace parecer más tolerantes e incluyentes y porque, a pesar de todo, la figura del Redentor sigue ahí, presente, como la razón que da origen a la tradición.
Quizás debiéramos ponernos la túnica morada a lo largo del año para dar ese paso de reencuentro, tolerancia e inclusión que tanto nos hace falta como sociedad.
La Real Academia la Lengua Española define una fiesta como el día en que se celebra alguna solemnidad nacional, o el día que la Iglesia celebra con mayor solemnidad que otros. Siendo así, nuestra contradicción de vivir la Semana Santa como una fiesta, la fiesta nacional, no es tan ilógica.
La Semana Santa de Guatemala es Patrimonio Cultural de la Nación. Falta convertirla en Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. Es la tarea pendiente.